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¿De dónde sale la religión?

El hombre es un ser inteligente, y por lo mismo, se plantea la explicación última de todas las cosas y el sentido de su vida.

En lo más profundo, se da cuenta de que él no es -ni puede ser- el máximo ser en perfección (¡no soy Dios!) y que él mismo no explica su existencia (mi propia existencia no puede explicarse a partir de mí mismo), ni su vida (lo que soy y cómo soy no se debe a mi decisión).
Experimenta también una fuerza irresistible hacia la felicidad, y comprueba que nada ni nadie la puede satisfacer en este mundo.

Todo esto lo hace un ser esencialmente religioso.

Busca alguien más grande, más pleno, más perfecto... y cuando lo encuentra lo reconoce como ser supremo: el único que puede darle la felicidad para la que se da cuenta ha sido creado, y que anhela con todo su ser. Y por eso mismo se abre al El.

Ahora bien, ¿es todo esto un mero invento destinado a saciar apetencias de grandeza y sueños de felicidad del hombre?

¿Es razonable ser creyente?

Comencemos planeándonos la alternativa de fondo: Dios o el azar, la lógica divina o la irracionalidad, la causalidad divina (una causa inteligente) o la casualidad arbitraria. Aquí radica todo.
Así lo explicaba Benedicto XVI en Ratisbona:

“Creemos en Dios. Esta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo: ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero cada vez que parecía que este intento había tenido éxito, inevitablemente resultaba evidente que las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran. En resumidas cuentas, quedan dos alternativas: ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Esta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional.
Los cristianos decimos: "Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra", creo en el Espíritu Creador. Creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. Nos alegra poder conocer a Dios. Y tratamos de hacer ver también a los demás la racionalidad de la fe, como san Pedro exhortaba explícitamente, en su primera carta (cf. 1 Pe 3, 15), a los cristianos de su tiempo, y también a nosotros.
Creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo subraya sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta: ¿en qué Dios? Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros”. (Homilía en Ratisbona, 12.9.06).
Encontrar a Dios supone encontrar el origen de sí mismo; y, por tanto, la razón de la propia existencia.

¿Qué es una religión?

Toda religión es un modo concreto de llegar a Dios: un camino de acceso a la divinidad, al Creador del universo (y de nosotros mismos).
Todas ellas implican una concepción de Dios y del mundo, a la que siguen unos modos de relacionarse con ambos, de rendir culto (ritos de adoración) y de vivir (un moral).

Básicamente en esto consisten todas las religiones: hinduismo, budismo, judaísmo, cristianismo, islamismo, etc.

En general, se podría decir que hay dos modos de plantearse la religión:

1. Ascendente: el hombre busca caminos hacia su Creador: se esfuerza por llegar, se “estira” para alcanzar a Dios: conocerlo, agradarlo, honrarlo.

2. Descendente: Dios que se dirige al hombre y se revela, lo salva y le muestra el camino de salvación.

En el primer modo el hombre sigue el impulso interior que lo lleva a buscar a su Creador y su plenitud. Es elogiable y muestra una excelente intención. Pero por este camino podrá llegar tan lejos como sea capaz... lo que siempre será poco. El ascenso humano hacia Dios es claramente insuficiente para alcanzar a Dios de modo pleno. Por muy valioso que sea -y lo es-, su resultado no puede no ser una religión humana; es decir, hecha por hombres. Con muchos elementos verdaderos, algunos inventos de la imaginación humana, y también los inevitables errores reflejo de las limitaciones del hombre.

Una religión a la “medida del hombre” es una religión solamente humana.

En cuanto a su origen, resulta evidente que la religión verdadera sólo puede venir de lo alto: “de arriba”, de Dios. No puede ser creación del hombre: sólo si viene de Dios será divina.

La religión verdadera necesariamente tiene que ser superior a nosotros: nos supera precisamente porque es divina. Dios es más grande que el hombre. Su ser y su verdad no pueden no superarnos. Lo que viene de El, supera nuestras capacidades. Los conceptos humanos son “chicos” para contener la verdad divina y las palabra humanas son incapaces de expresarla.
De manera que una religión que venga de Dios necesariamente deberá incluir elementos que no entiendo plenamente porque superan mi capacidad de entender: es lo que llamamos misterios. Su aceptación requiere de la fe.

Este es un punto de partida claro: se necesita fe: ¡por definición! Mis razonamientos se quedan cortos ante lo divino. Acepto lo que Dios revela, no en base a planteamientos humanos, sino por su origen divino. Es bueno que sea así: si la religión cupiera en nuestra razón... sería demasiado pequeña.
Por tanto, no soy árbitro, no decido: acepto una realidad que viene de lo alto y que existe independientemente de mí. Una realidad grandiosa, que lejos de humillarme, me engrandece.

Una religión que no viene de Dios es una producción humana. Esto es obvio. En cambio si viene de Dios, es divina. Una religión que no sea divina ¡no sirve!

La religión divina no es una imposición, es un regalo. El mayor don posible: la llave de acceso a Dios.
Veámoslo con un ejemplo: un maestro en su colegio podría limitarse a mirar el trabajo de sus alumnos, su empeño para aprender a sumar, a escribir, etc. Si no mediara una enseñanza previa, por más notables que fueran los esfuerzos de los chicos, estaría muy claro que no llegarían a conseguir resultados satisfactorios. Quizás algunos más inteligentes se aproximaran un poco a la verdad, pero siempre de modo insuficiente: necesitarían mucho tiempo y esfuerzo para llegar a los conocimientos que tiene su maestro, que a su vez los recibió de sus propios maestros.... Todos necesitan -necesitamos- una guía. Y confiar en la enseñanza del maestro (máximamente cuando el “Maestro” es Dios mismo).

De manera que podríamos concluir que la religión divina no se “construye” según opiniones humanas. No la hacemos los hombres. La religión viene de lo alto. Y sólo puede venir de lo alto. Todas las religiones humanas son un esfuerzo muy meritorio, pero no pueden llegar muy lejos.
La realidad no se “decide” por mayoría. Ni la intramundana ni la divina. Las cuestiones de religión tampoco dependen de estadísticas sociológicas. No son meras opiniones personales: hacen referencia a la realidad sobrenatural: el Creador, el sentido de lo creado, al proyecto divino para el mundo y el hombre, la realización personal, el acceso a Dios, la vida después de la muerte, etc.

Además no todas las opiniones valen lo mismo: las hay verdaderas y falsas, más y menos fundadas, razonables o insostenibles. No es lo mismo torturar que dar de comer al hambriento, por más convencido que esté quien tortura de que así le hace un bien a la humanidad.
El relativismo no tiene sentido. No cierra por ningún lado. De hecho, no es posible “funcionar” en clave relativista en ningún ámbito de la vida concreta: ni para alimentarse, trabajar, tratar los seres queridos, hacer inversiones, usar una computadora, salir de viaje...
La cultura moderna circunscribe el relativismo (“todo es lo mismo”, “no hay opciones mejores o peores”, “todas las religiones conducen a Dios”, etc.) sólo al campo de las cuestiones más importantes de la existencia: las que hacen al sentido de su vida, la religión y la moral. Es una opción realmente no racional, que carece de sentido. Sólo tendría sentido si Dios no existiera y la religión fuera un cuento para niños.

Pero existe un mundo superior a nosotros. Puede ser difícil buscarlo, pero renunciar a su búsqueda no es sensato.
En este terreno es obvio que necesitamos fe. Sin fe no se puede acceder a Dios. Sin fe no se puede reconocer la religión verdadera.
Por lo mismo, quien carece de fe, lejos de ser un privilegiado, tiene un problema muy serio: le falta lo que le permitiría el acceso a las verdades decisivas de su vida. Desconoce la verdad más profunda de sí mismo: de dónde viene, adonde va, cómo realizar su vida, qué sucede después de la muerte, etc. Lo qué más importa conocer, está fuera de su campo visual.
Tiene que buscar el sentido de su vida, de otro modo podría vivir “entretenido” con las cosas de la tierra, pero le faltará la clave de lectura de su existencia. Si busca con sinceridad, encontrará que Dios se hace el encontradizo y recibirá la fe: porque la da Dios, es un don que se recibe.

El cristianismo es una religión revelada. Dios nos transmite la verdad sobre sí mismo y su plan para nosotros; y, además, se comunica El mismo. Es cuestión de fe. La fe se tiene o no se tiene. Es como un tesoro escondido en un campo: se encontró o no se encontró.
En materias de fe no se puede convencer a nadie: cada uno tiene que encontrar a Dios personalmente.
No se puede obligar a creer: libremente se debe aceptar a Dios y su revelación.
Se puede rezar por quien no cree para que lo encuentre. Y ayudarlo a buscar.

Pero loco sería quien pretendiese imponer a Dios sus propios gustos y modas. Y, más todavía, quien se erigiera en juez de su Creador, exigiéndoles explicaciones sobre lo que hace o permite.
No, la religión no la hacemos nosotros, para nuestra fortuna viene de lo alto; y esto es lo mejor que nos podría haber sucedido.

Pero hay más...

La religión no sólo enseña un conjunto de verdades sobre Dios, nosotros y el mundo; sobretodo comunica una vida divina: eleva al hombre sobre sí mismo para introducirlo en el mundo divino. Y nos conduce a la vida eterna. Este es el punto más importante: a través de la religión, la vida divina viene a nosotros.

La religión -si es verdadera- no sólo brinda consuelo para esta vida sino que sobretodo nos conduce a la felicidad eterna: esta es su razón de ser.

De esta manera, la religión no empequeñece la vida, llenándola de prohibiciones, sino que amplía sus horizontes, engrandeciendo las posibilidades vitales. Llena la existencia y le abre caminos insospechados. Y sobretodo nos introduce en la felicidad divina.
Por su grandeza no puede no ser exigente. Y esto, es parte de su belleza.

Eduardo María Volpacchio