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¿Es pecado faltar a Misa el domingo?

La respuesta a esta pregunta podría ser muy corta:

Sí, faltar a Misa –sin un motivo serio que lo justifique– es pecado grave.

Quizá interese detenernos un poco a analizar porque esto es así.

¿Y por qué faltar a Misa el domingo es un pecado?

Porque dejando de asistir dejamos de cumplir voluntariamente una obligación grave que tenemos. Y el incumplimiento de un deber grave, es una falta grave.

Por eso el punto de partida de esta cuestión es la consideración de la ley de la Iglesia que manda participar en la Misa los domingos y días festivos.

¿Por qué puede ser pecado, si quien falta a Misa no hace mal a nadie?

La gravedad de los pecados no se mide por cuánto mal hace a otros, sino por la ofensa que representa a Dios. Por eso, por ejemplo la blasfemia es un pecado grave, aunque ninguna otra persona la escuche.

Por otro lado quien falta a Misa el domingo se hace daño a sí mismo y a la Comunidad eclesial a la que pertenece. La falta de Dios es una carencia peligrosa: hace daño al alma.

¿Cuales son las obligaciones del católico?

Los católicos, además de los Diez Mandamientos que resumen la ley natural y que son válidos para todos los hombres –no sólo para los cristianos-, tenemos otras obligaciones específicas por serlo: son los cinco Mandamientos de la Iglesia.

Se trata de algunos deberes que regulan y encauzan la forma concreta de ser católicos: cómo nosotros amamos a Dios y le rendimos culto en la Iglesia. Entre ellos se encuentra la obligación de participar en la Santa Misa los domingos y fiestas de precepto.

Es una de las obligaciones más básicas de los católicos.

Sorprendentemente algunos católicos desconocen sus obligaciones. Y otros no acaban de creerse que existan verdaderos deberes que los obliguen. Piensan que por ser el amor la máxima ley cristiana, todo tendría que ser amor espontáneo, sin obligaciones. Pero esto no es así, ya que el amor es muy exigente: cuánto más amor, más exigencia de manifestarlo y de evitar todo lo que lo ofenda.

¿Es un consejo o es una ley?

Es importante distinguir los consejos y las leyes. Una cosa son las recomendaciones de cosas buenas que nos dan para ayudarnos a ser mejores: “procurá ayudar a los demás”, “tratá de rezar el Rosario”, etc. En este caso haremos lo que nos parezca oportuno, pero sin estar obligados en conciencia a seguir dichos consejos. Obviamente no pecamos, si decidimos no seguir un consejo.

Otra muy distinta son las leyes que nos obligan en conciencia: las leyes establecen estrictos deberes.

Entonces, ¿el incumplimiento de las leyes es pecado?

Tenemos que distinguir entre la ley divina –que viene directamente de Dios- y la ley eclesiástica –dictada por la Iglesia para concretar modos de servir y honrar a Dios.

La ley divina regula cuestiones esenciales de la vida, por lo que no admite excepciones: su incumplimiento siempre es malo, no puede no ser pecado. Es el caso de los Diez Mandamientos.

En cambio, la ley eclesiástica trata de unas concreciones mínimas de la Iglesia para ayudarnos a vivir la vida cristiana y no tiene intención de obligar cuando existe una grave dificultad para cumplirla. Por esto la ley eclesiástica no me obliga cuando su cumplimiento me representa una incomodidad grave: si un domingo estoy enfermo o tengo otra dificultad que me lo hace muy difícil no tengo obligación de ir a Misa.

Pero en situaciones normales obliga de tal manera que su incumplimiento es pecado.

Porque el desprecio de la ley de la Iglesia no puede ser bueno. Y no darle importancia, dejar voluntariamente de cumplirla, sin motivo, supone de hecho un desprecio.

Como no es una cuestión de opiniones personales, sino de lo establecido por la Iglesia, que es quien ha establecido las leyes eclesiásticas.

Veamos ahora qué nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica acerca de estos mandamientos (he resaltado con negrita las partes específicas sobre este tema).

LOS MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA

2041 Los mandamientos de la Iglesia se sitúan en esta línea de una vida moral ligada a la vida litúrgica y que se alimenta de ella. El carácter obligatorio de estas leyes positivas promulgadas por la autoridad eclesiástica tiene por fin garantizar a los fieles el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor de Dios y del prójimo. Los mandamientos más generales de la santa Madre Iglesia son cinco:

2042 El primer mandamiento (oír misa entera y los domingos y demás fiestas de precepto y no realizar trabajos serviles") exige a los fieles que santifiquen el día en el cual se conmemora la Resurrección del Señor y las fiestas litúrgicas principales en honor de los misterios del Señor, de la Santísima Virgen María y de los santos, en primer lugar participando en la celebración eucarística, y descansando de aquellos trabajos y ocupaciones que puedan impedir esa santificación de estos días (cf CIC can. 1246-1248; CCEO, can. 880, § 3; 881, §§ 1. 2. 4).

El segundo mandamiento ("confesar los pecados mortales al menos una vez al año") asegura la preparación para la Eucaristía mediante la recepción del sacramento de la Reconciliación, que continúa la obra de conversión y de perdón del Bautismo (cf CIC can. 989; CCEO can.719).

El tercer mandamiento ("recibir el sacramento de la Eucaristía al menos por Pascua") garantiza un mínimo en la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor en conexión con el tiempo de Pascua, origen y centro de la liturgia cristiana (cf CIC can. 920; CCEO can. 708. 881, § 3).

2043 El cuarto mandamiento (abstenerse de comer carne y ayunar en los días establecidos por la Iglesia) asegura los tiempos de ascesis y de penitencia que nos preparan para las fiestas litúrgicas y para adquirir el dominio sobre nuestros instintos, y la libertad del corazón (cf CIC can. 1249-51; CCEO can. 882).

El quinto mandamiento (ayudar a las necesidades de la Iglesia) enuncia que los fieles están además obligados a ayudar, cada uno según su posibilidad, a las necesidades materiales de la Iglesia (cf CIC can. 222; CCEO, can. 25. Las Conferencias Episcopales pueden además establecer otros preceptos eclesiásticos para el propio territorio. Cf CIC, can. 455).

Y en concreto, sobre la Misa dominical, señala:

2177 La celebración dominical del Día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia. "El domingo en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto" (CIC, can. 1246,1).

"Igualmente deben observarse los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos" (CIC, can. 1246,1).

2178 Esta práctica de la asamblea cristiana se remonta a los comienzos de la edad apostólica (cf Hch 2,42-46; 1 Co 11,17). La carta a los Hebreos dice: "no abandonéis vuestra asamblea, como algunos acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente" (Hb 10,25).

La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: "Venir temprano a la Iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración...Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marchar antes de la despedida...Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos (Autor anónimo, serm. dom.).

La obligación del Domingo

2180 El mandamiento de la Iglesia determina y precisa la ley del Señor: "El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa" (CIC, can. 1247). "Cumple el precepto de participar en la Misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde" (CIC, can. 1248,1)

2181 La eucaristía del Domingo fundamenta y ratifica toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio (cf CIC, can. 1245). Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave.

2182 La participación en la celebración común de la eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo.

2183 "Cuando falta el ministro sagrado u otra causa grave hace imposible la participación en la celebración eucarística, se recomienda vivamente que los fieles participen en la liturgia de la palabra, si ésta se celebra en la iglesia parroquial o en otro lugar sagrado conforme a lo prescrito por el Obispo diocesano, o permanezcan en oración durante un tiempo conveniente, solos o en familia, o, si es oportuno, en grupos de familias" (CIC, can. 1248,2).

* * *

Como se ve el Catecismo no deja lugar a dudas. Todo lo que se sale de esto, será una opinión personal al margen de lo establecido por la Iglesia.

Eduardo María Volpacchio
20-11-07

¿Qué es eso de la moral? ¿De dónde sale?

Breve explicación del sentido de la moral
La vida moral como camino hacia la plena realización personal

¿Qué es el cristianismo?
Un encuentro salvífico con Dios en Cristo, quien nos redime para conducirnos a la plenitud humana y sobrenatural para la que hemos sido creados.

¿Es el cristianismo una doctrina?
Es mucho más que eso, es una Persona –Jesucristo- que es Dios y nos salva. Esto obviamente supone una serie de verdades: quién es Jesús, qué nos dijo, etc., pero sería absurdo reducir la maravilla cristiana a unos dogmas: se vaciaría a los mismo dogmas de contenido.

¿Es el cristianismo una moral?
Es mucho más que eso, es un camino a la plenitud: “sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Obviamente esto supone que haya algunos comportamientos coherentes y otros incompatibles con ese camino. Pero el cristianismo no es un “reglamento”, una lista de leyes morales.

¿En qué consiste ser cristiano?
Jesús resumió toda su ley en el amor. En esto consiste todo. No hay más: todo lo demás es condición o consecuencia de este amor.

¿Para qué sirve amar?
El hombre ha sido hecho a imagen de Dios porque Dios lo creó para conducirlo a la plenitud de vida en Dios. Y por San Juan sabemos que Dios es amor (cfr. 1 Jn 4,8). De manera, que lo que nos asimilará a Dios y –de alguna manera- nos divinizará es el amor.

¿Los comportamientos concretos tienen alguna importancia?
Sí, mucha. Porque mediante ellos nos “hacemos” a nosotros mismos. Nuestra “forma de ser” –lo que cada uno somos de hecho- es fruto de la herencia genética, de factores culturales y de nuestras propias acciones.
Nuestras acciones nos “modelan”: su principal efecto se da en nosotros mismos.
¿Por qué? Debido a nuestra libertad.
Cuando decido hacer una acción y la hago, mi voluntad adhiere al “proyecto” que esa acción supone. Al querer algo bueno o malo, mi voluntad se identifica libremente con el bien o el mal que la acción comporta. Y al identificarse con el bien o el mal, se hace ella misma buena o mala. Es por esto que quien roba, no sólo toma algo ajeno, sino que se convierte él mismo en un ladrón. Lo mismo vale para la mentira y todos los pecados. Y también para las cosas buenas.

El amor es exigente
Precisamente por ser una cuestión de amor, el cristianismo es exigente: no podía ser de otra manera. No existe –ni es posible- un ideal moral más alto que el cristiano.
El amor por definición quiere el bien para el amado, y esto es gloriosamente exigente: sólo el amor es capaz de conseguir lo mejor de nosotros mismos.

¿Por qué Dios puede exigir algo tan alto?
Porque da su gracia. En el Antiguo Testamento la ley era sólo una guía que indicaba el camino, pero no daba la fuerza para recorrerlo. La gran “novedad” del Nuevo Testamento es que la Nueva Ley del amor, comunica la gracia que hace posible su cumplimiento.

Un principio obvio y básico
El bien hace bien, el mal hace mal.
Precisamente es lo que define el bien y el mal. El bien difunde bien; el mal, mal. El bien enriquece como personas, el mal empobrece y corrompe.
Definir qué es bueno y qué malo no es arbitrario, ni es relativo: el bien y el mal del hombre es tan real como el hombre mismo.

¿De dónde sale la distinción entre el bien y el mal?
Está en la realidad misma: el bien es bueno; el mal, malo. Hay comportamientos que engrandecen, otros que corrompen. Actos que conducen al fin, otros que apartan.
Y está en la naturaleza racional del hombre. Su entendimiento práctico funciona en “coordenadas” de bien y de mal (todo lo práctico es considerado bueno o malo según algún aspecto).

¿A qué llamamos “ley natural”?
Es la ley moral que “guía” la vida del hombre hacia su plenitud. Se llama “natural” porque no está escrita en papeles, sino inscrita en el mismo ser de la persona: es el “deber ser” que corresponde a su naturaleza (a lo que el hombre es).
De modo metafórico decimos que está escrita en el corazón del hombre, para expresar que éste puede “leerla” dentro de sí.
Con esta imagen nos referimos a la capacidad del intelecto humano de descubrir el bien y el mal (la dimensión moral) de su comportamiento, acciones, estilos de vida, etc.
El hombre no determina su contenido, sino que sencillamente lo “ve” con su inteligencia, que puede descubrir qué es bueno y qué malo.
Esto que la “recta razón” descubre es la ley natural.

¿Tiene la razón tanta importancia?
Sí, porque la alternativa es la razón o el caos. El Logos o la irracionalidad.
Dios no nos ha impuesto una ley arbitraria, ha creado la realidad “direccionada” hacia su plenitud. El hombre tiene que descubrir y “realizar” su existencia.
El relativismo renuncia a conducir racionalmente la conducta del hombre. Y esto necesariamente tiene consecuencias trágicas para el mismo hombre.

¿Cómo puede descubrirlo?
El ser humano es un ser tendencial: está hecho de tal manera que tiende al fin para el que ha sido creado –aquel en que encuentra su plenitud y, por tanto, la felicidad-.

Cada facultad y potencia tiende hacia su bien propio (en este sentido particular bien y fin se identifican: el fin al que se dirige, se constituye como bien para ella). En esto no fallan (obviamente salvo caso de enfermedad). A este nivel no estamos hablando del bien global de la persona, sino de un bien particular de una potencia.

En determinados casos, este bien particular de una facultad o potencia determinada, puede constituir un verdadero mal para la persona. La satisfacción de una tendencia concreta puede ser saludable para la persona o no. El helado satisface el sentido del gusto. Puede alimentar al hombre, llenarlo de alegría, etc. Pero también podría obsesionarlo, hacerlo engordar peligrosamente, etc.
Es decir, la tendencia particular no tiene en sí misma el criterio regulador que garantice lo que será enriquecedor para la persona: necesita ser regulado por “fuera” de sí misma.

Esto es así porque al ser el hombre un ser espiritual –no meramente material- sus acciones tienen un significado: no son meras acciones físicas, sino expresión de su persona. Es tarea de la razón captar este significado.

¿Cuál es, entonces, el criterio moral regulador de la conducta humana?
La razón. La función de la razón es conocer. Frente al hombre puede conocer los bienes de cada tendencia y ponerlos en perspectiva con el bien de la persona en su integridad. De esta manera la conduce a la plenitud en la que encontrará la felicidad. Y esto precisamente por la naturaleza tendencial del hombre, de la que estamos hablando: y la tendencia más fuerte del hombre es a comportarse razonablemente. La razón no “crea” la moral, sino que descubre lo que es bueno para el hombre.

¿Cómo puede la razón dirigir el comportamiento humano?
Está hecha para esto. Cuenta con lo que llamamos los primeros principios prácticos. Son semejantes a los primeros principios especulativos, que fundamentan todo el razonar teórico.
La sindéresis es el hábito de los primeros principios prácticos. El primero es “haz el bien y evita el mal”. Todos lo tienen.
También forman parte de la sindéresis, los fines de las virtudes, expresados en su máxima generalidad: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

Del nivel de los primeros principios, estudiando y razonando, pasamos al nivel de la ciencia moral.

Un tercer nivel, es el práctico, de los actos concretos, que son regulados por la virtud de la prudencia: es quién “elige” las acciones que pueden realizar la virtud aquí y ahora, en estas circunstancias concretas.

¿Y qué es la conciencia?
Es el juicio del intelecto práctico que juzga la moralidad de un acto que hice, estoy haciendo o haré: ese acto concreto es moralmente bueno o moralmente malo.
Este juicio no es arbitrario, ni es una mera opinión (si algo me parece bueno o me gustaría que no fuera malo): es un juicio racional, la inteligencia delante de Dios juzga sobre la realidad moral de una acción.
La inteligencia no es caprichosa. Y le interesa mucho acertar en este juicio. Porque la vida moral de la persona depende de que la conciencia juzgue rectamente.

Evidentemente juzga, según la ciencia moral: sin ciencia no hay conciencia.
De aquí la importancia de formar la conciencia para que juzgue correctamente. Esto no debe sorprender, ya que todas las capacidades humanas necesitan formación: la capacidad de hablar, la matemática, la deportiva, la artística, etc., sin formación se frustran.

La conciencia no determina la bondad o maldad de un acto, simplemente “declara” lo que ve en la realidad. En este juicio, la inteligencia –como en cualquier juicio que hace- podría equivocarse; y esto sería inconveniente para la persona: lo conduciría a obrar el mal pensando que hace el bien, o al revés.
Este error de la conciencia podría ser culpable (por dejadez en la formación de la conciencia, por precipitación al juzgar, etc.) o inculpable, según la persona sea culpable o no del mismo.
El error inculpable –y por tanto involuntario- de la conciencia (caso en que la conciencia se llama “invenciblemente errónea”) disculpa delante de Dios del pecado.
Pero hemos de tener en cuenta que el mal no conduce a la plenitud, por más inculpable que pudiera ser. De manera que nos interesa mucho acertar, tener una conciencia recta, que nos conduzca por el camino del bien verdadero.

¿Qué son las virtudes?
Aristóteles las define como hábitos electivos, es decir un perfeccionamiento en la potencia operativa correspondiente que facilita a la persona elegir bien en ese ámbito. Así quien es generoso, tiene la “habilidad” de elegir las acciones que realizan una vida generosa.
Con frecuencia se reduce la virtud a su dimensión operativa: un perfeccionamiento de una potencia -resultado de la repetición de actos- que da la facilidad para obrar bien, como si fuera una cuestión meramente “mecánica” (un acostumbramiento).
Pero la virtud es mucho más. Tiene tres dimensiones: una cognoscitiva, otra afectiva y una tercera operativa.
La dimensión cognoscitiva funciona por connaturalidad: quien es generoso, entiende y conoce con facilidad las cuestiones que se relacionan con esta virtud. Ésta es la dimensión más importante. Además le resultará agradable y fácil actuar de acuerdo a ese conocimiento.
Así se ve que para llevar una vida buena (es decir “realizada”) las virtudes son fundamentales.

Hay cuatro virtudes principales, llamadas “cardinales”, porque todas las demás virtudes dependen o están incluidas de alguna manera en ellas.

La justicia: da a cada uno lo suyo, lo que le corresponde y a lo que, por tanto, tiene derecho. El virtuoso no es un mero “medidor” de intereses, sino que se goza en vivir según los derechos: es recto, no le interesa ni quiere más de lo justo para él mismo, le ofendería que alguien pensara que quiere aprovecharse para quedarse con más. El fraude no le atrae. Es justo de corazón. En cambio un corazón injusto está de alguna manera corrompido.

La templanza: conduce a disfrutar de los bienes deleitables en su medida –en la medida que son necesarios y convenientes para la vida del hombre-. Previene para que esos bienes no se conviertan en un problema, en un mal para uno mismo, para que no nos esclavicen. Da dominio, equilibrio.

La fortaleza: da la capacidad de no renunciar al bien por el esfuerzo que demanda o las dificultades que se presentan en su realización. Es entereza, paciencia en la adversidad, fuerza en la voluntad.

Prudencia: la primera y más importante de las virtudes humanas (1). Capacidad de descubrir y elegir las acciones que realizan una vida buena: cómo realizar la virtud en concreto en cada caso. Discierne, decide e impera.

¿Se puede o no se puede?
Obrar bien no es cuestión de si “se puede o no se puede”, sino de cómo realizar la justicia (o la templanza, o la fortaleza) aquí y ahora en nuestra vida (para que sea una vida justa, sincera, etc.). Por esto no tendría sentido plantearse la vida moral en clave de “permisos”: qué está permitido y qué prohibido. Somos libres y como tales podemos hacer muchas cosas. A la hora de actuar deberíamos plantearnos una cuestión: ¿es esto bueno o es malo? ¿quiero hacer el bien (y así “hacerme” bueno) o hacer el mal (y “hacerme” malo)?, ¿cómo realizar el bien aquí y ahora? No se trata de pedir permiso para hacer algo, sino de decidir sobre mí vida.

La ley moral
Una ley moral no es otra cosa que un enunciado breve acerca de la moralidad de ciertas acciones, como por ejemplo la expresión: “tomar algo ajeno, contra la voluntad razonable de su dueño, es ilícito”.
La ley moral tiene fundamentalmente una función pedagógica: enseñar, de un modo sintético y claro, qué es bueno y qué es malo.

¿De dónde sale la ley moral?
La ley moral nace de las virtudes. A partir de ellas la razón encuentra comportamientos compatibles o incompatibles con ellas, que realizan ese ideal humano o lo destruyen.

¿Por qué las leyes suelen tener una sintaxis negativa?
Muchas de las leyes morales expresan prohibiciones: no matar, no robar, etc. Esto se debe a que es más accesible concretar y definir comportamientos incompatibles con la virtud, que aquellos que la virtud prescribe positivamente.
Es posible determinar acciones que nunca es lícito realizar. En cambio, no es posible señalar acciones cuyo incumplimiento positivo constituyera siempre un pecado. Por esto los preceptos negativos obligan siempre, mientras que en el caso de los positivos podría darse que fuera imposible cumplirlos, sin culpa propia. Es decir, que los preceptos positivos no siempre pueden cumplirse -hay cosas buenas que en determinadas circunstancias no puedo hacer; incluso se me puede impedir que las haga-; mientras que hay cosas que nunca debo hacer y nadie puede obligarme a hacerlas.
Además la extensión de los preceptos positivos –hasta dónde obliga- es difícil de medir. Así, por ejemplo, ¿quién puede determinarme cuánta limosna tengo obligación de dar? En cambio los negativos se refieren a acciones que no debo hacer, como quitar la vida a una persona inocente.

Función de los preceptos negativos
Los preceptos negativos, parecen negativos, pero en realidad son muy positivos, ya que protegen bienes fundamentales, que es preciso respetar: familia, matrimonio, vida, honra, justicia en la vida social, verdad, intimidad, etc.
Podríamos comparar la ley a una línea de mínimo: debajo de la cual no es posible amar.

El objetivo de la vida moral no es no pecar, sino crecer en virtud, hacer el bien, vivir en el amor, dar lo mejor de nosotros mismos. El horizonte moral de una persona cuya meta moral fuera evitar el pecado sería muy pobre.

Libertad y ley
La libertad nos da la posibilidad de ser artífices de nuestra realización personal. Somos libres porque no estamos determinados a obrar de una manera fija. Aquí reside la grandeza del hombre: poder adherirse libremente al plan de Dios.
Me hago “bueno” por la identificación con el bien: libremente adhiero a lo bueno y eso me hace bueno.
Somos libres para elegir el bien, para recorrer el camino que nos realiza, nos hace mejores. Los caminos del bien son enormemente amplios, de manera que la exigencia de obrar el bien para realizarme, no restringe mi libertad, sino que es condición de su perfección. La verdadera opción de la libertad no se da entre el bien y mal, sino entre una enorme variedad de bienes.
La elección del mal es un fracaso personal: el pecado es como una catástrofe espiritual y existencial, más allá de lo que pueda sentir en un determinado momento: el pecado hace mucho daño a la persona.
Carecería de sentido considerar la libertad como un estado de indeterminación ante el bien y el mal, como dos caminos igualmente elegibles. Soy libre para elegir el bien, para amar. La libertad no es un fin en sí mismo. Somos libres, sí, pero la pregunta fundamental sería: ¿libres para qué? Para llevar a cabo una vida realizada y plena. Sería una auténtica locura usar de la libertad para destruirnos.
En este sentido la ley es una guía para la libertad: le enseña de modo general donde está el bien y el mal; y así le facilita distinguirlos. Es lo que la brújula para el navegante. No determina el camino –las opciones son casi infinitas- de realización personal, sencillamente le indica los callejones sin salida: las acciones que no conducen a ningún lado y que le son perjudiciales.

¿Lo más importante es cumplir la ley?
No, lo más importante es amar. La ley no santifica, el amor sí.
Un ejemplo aclara mucho la cuestión: ¿quién es el mejor esposo? ¿Quien fuera fiel a su esposa por miedo a irse al infierno, el que lo fuera por amor a su mujer, o el que fuera infiel? No es cuestión de “si se puede o no se puede”, ¿imaginan un esposo pidiéndole a su mujer que le permita serle infiel?
El cumplimiento de la ley es el primer escalón, ya que no es posible amar si no se cumple la ley. Jesús nos dice: “Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos” (Jn 14,15).
La cuestión que santifica es cumplir la ley por amor.

Amar es mucho más que no pecar
Además el amor va mucho más allá de lo obligatorio. Y en el cristianismo lo que se nos “manda” es amar. Y amar es terriblemente positivo. Es un camino de crecimiento personal.
Amar no “encorseta” a la persona, encasillándole la vida, reduciéndole la libertad. Por el contrario le abre innumerables vías posibles.

¿Cómo podemos conocer los preceptos fundamentales de la ley natural?
Estos preceptos –de por sí accesibles a la razón humana- Dios ha querido revelarlos para que todos los hombres tuvieran acceso a ellos, de modo completo, sin error y con certeza. Dios se los entregó a Moisés en el monte Sinaí cuando estableció su Alianza con el Pueblo de Israel. Son los Diez Mandamientos

¿Obligan moralmente otro tipo de leyes?
Además de la ley natural, hay leyes “sancionadas” por Dios y leyes sancionadas por el hombre. Son las llamadas leyes positivas.
Una ley, en general, es una ordenación racional tendiente al bien común.
La sociedad civil para su vida necesita una autoridad y orden. Esa autoridad, en ejercicio legítimo del poder, sanciona leyes. Si estas leyes son justas –cosa que se presume- obligan en conciencia a los ciudadanos: existe un deber moral de obedecerlas.
La Iglesia para facilitar la vivencia de la vida cristiana también sanciona leyes (en este caso, leyes eclesiásticas), que obligan en conciencia. Tal es el caso de los mandamientos de la Iglesia y otras leyes (como la del ayuno eucarístico, las que regulan sacramentos, etc.). También estas leyes eclesiásticas obligan en conciencia.

¿Qué es el pecado?
Una desobediencia voluntaria a la ley de Dios. Su malicia principal reside en que el rechazo de su ley, constituye una rebelión contra Dios mismo.
Desde el punto de vista humano, es contraria a la razón (recordemos que la recta razón es la “medida” del bien y del mal: todo pecado es irrazonable).
Y personalmente, es contrario al bien del hombre. Por ir tras un bien aparente, se renuncia al bien verdadero. Es un gran engaño, una verdadera trampa. El pecado es un fracaso en el camino de la realización personal.

¿Qué gravedad tiene el pecado?
Siendo una ofensa a Dios, la gravedad del pecado no depende de cuestiones subjetivas (cuánto a mí me moleste o de cuánto mal yo me sienta después de cometerlo), sino de la ofensa a Dios que constituye y de los bienes que contrarío pecando.
Según las consecuencias que el pecado produce en el alma de quien lo comete, es importante distinguir entre el pecado mortal y el pecado venial, según nos prive o no de la vida divina (la gracia santificante).
El pecado venial es una falta leve, que no produce una separación radical de Dios. A pesar de ser leves, no deberíamos despreciarlos, ya que enfrían la caridad y –si no se los combate- son como un plano inclinado que conduce al pecado mortal.
El pecado mortal es una falta grave que aparta radicalmente de Dios, haciendo perder la gracia santificante. Con ella se pierden los méritos conseguidos en la vida hasta ese momento. Una vez cometido, el alma se encuentra en una situación de privación culpable de la gracia, que se llama “estado de pecado mortal”. Mientras permanezca en este estado no puede recibir lícitamente sacramentos (cometería un sacrilegio si lo hiciera), las obras buenas que realiza carecen de mérito (porque el principio del mérito es la gracia), se expone a perder la vida eterna (si muriera sin arrepentimiento).
Para ser capaz de reconocer si uno se encuentra en estado de gracia es muy importante saber distinguir los pecados veniales y los mortales.

¿Cómo medir la distinta gravedad del pecado?
La gravedad de un pecado depende de su “materia”, es decir de su especie moral (robo, blasfemia, mentira, etc.).
Hay materias en las cuales cualquier violación de la ley moral constituye un pecado grave. En estos casos no cabe la posibilidad de hablar de faltas pequeñas. Es el caso, por ejemplo, de la blasfemia: cualquier insulto a Dios es una falta grave. La idolatría: cualquier adoración de una criatura, es falta grave. De estas materias se dice que “no admiten parvedad de materia”.
Otros temas admiten parvedad de materia, es decir, el pecado será leve si la materia es pequeña, y será grave si la materia es grave. Así es distinto mentir sobre una llamada telefónica a un hermano, que mentir en un juicio; robar 2 pesos será pecado venial, pero si robara el valor de un salario semanal, será mortal.

Si no hago mal a nadie, ¿qué tiene de malo?
No es verdad que el único “criterio” de bien y mal sea la justicia. Una acción que no haga mal a nadie, puede hacerme mucho mal a mí mismo, y eso no puede ser bueno. Recordemos lo obvio: el bien hace bien y el mal hace mal.
El objetivo de la ley moral no es evitar el daño ajeno, sino conducir a la persona a su plenitud. Por eso la pregunta que deberíamos hacernos antes de actuar es la siguiente: ¿esto me enriquece como persona?

¿Cómo se recupera la gracia?
El medio establecido por Dios para la obtención de la gracia es el Bautismo. Y para recuperar la gracia perdida por el pecado mortal después del Bautismo, el sacramento de la confesión.

Pecado, conciencia y prudencia
El pecado es consecuencia de una decisión libre, contraria a la ley moral. No es consecuencia de un error de conciencia: la conciencia juzga “esta acción es mala”, pero mi libertad quiere hacerla.
En cambio el pecado siempre es un error de prudencia (quien “elige” la acción que es conveniente realizar). La persona, decide que es conveniente hacer esa acción, incluso sabiendo que se trata de un pecado.
“Forzar” a la conciencia a que juzgue como buena una acción mala, con la intención de quedarme tranquilo es muy mal negocio. Porque la conciencia es algo “sagrado”, el lugar de encuentro del alma con Dios. Corromper la propia conciencia es realmente malo. Es mucho mejor, obrar mal, sabiendo que obro mal, que autoconvencerme de que eso no es malo.


P. Eduardo María Volpacchio
2.10.07

(1) Obviamente las virtudes teologales son más importantes, ya que permiten el acceso a Dios: son la fe, la esperanza y la caridad. Y entre ellas, la más perfecta es la caridad.

¿Tiene sentido estudiar de memoria el Catecismo?

Cada año, cuando llegan las reuniones de padres de chicos que se preparan para la Primera Comunión surge la misma pregunta, fruto de una cultura antimemoria. Incluso en algunos casos, con cierto tono inquisidor plantean ¿para qué les hacen estudiar de memoria las preguntas del Catecismo? Casi como diciendo, ¿todavía siguen con esos métodos prehistóricos de aprendizaje? ¿No se enteraron que hoy la memoria está mal vista y que su uso se ha pasado de moda?

Para mostrar la actualidad de la memoria y del Catecismo, podríamos recurrir al argumento de autoridad y mostrar cómo documentos recientes del Magisterio de la Iglesia hacen referencia a ella (recogemos los dos principales textos sobre el tema al final). Pero hemos preferido explicar con cierto detenimiento su razón de ser.

Una aclaración previa: estas páginas no pretenden defender la memoria por la memoria, sino algo muy concreto: la centralidad del aprendizaje de memoria del Catecismo.
Como se trata de aprender de memoria, no cualquier cosa, sino el Catecismo, tenemos que comenzar por explicar su sentido e importancia.

¿Para qué sirve un Catecismo?

Partamos considerando la indudable utilidad de los resúmenes. Quien quiere saber lo más importante –lo decisivo de un tema-, encontrará en un buen resumen lo que necesita saber sobre la cuestión.
En el ámbito de la fe, sucede algo parecido. Ya desde el principio –la época de los Apóstoles- surgieron los Símbolos de la Fe: la lista de verdades más básicas que un cristiano debía creer. El Símbolo de los Apóstoles –el Credo que rezamos en Misa los domingos en Argentina- es una lista de los doce artículos fundamentales de la fe, se atribuye a los mismos Apóstoles. Allí está lo más básico, la mínima expresión de nuestra fe. La verdad es que la síntesis es fabulosa: que esté todo y no falte nada, que todo lo demás se pueda remitir a esos doce artículos es sorprendente. Y facilita mucho las cosas. Después uno puede ir profundizando y planteándose qué sabe de cada uno de ellos y tiene una guía para mejorar su conocimiento de la fe.
Hay que reconocer que esa lista básica de la fe es muy útil.

Un segundo paso es poner la fe en preguntas y respuestas. Es antiquísimo. Y mirá si será práctico que el mundo de la computación también lo ha adoptado como sistema habitual. En todos los sitios de Internet encontrás una sección de “Help” (Ayuda), con toneladas de preguntas. Te enseñan a usar programas, a hacer cosas, etc., a base de preguntas y respuestas. Tienen secciones como “FAQ” (las preguntas más frecuentes con sus respuestas) o “Top questions”. Se podría decir que esas secciones de “Ayuda” son un “catecismo” de tal cosa o tal otra.
Eso es lo que ha hecho la Iglesia desde siempre. Enseñar la fe a base de preguntas y respuestas. Se hacen preguntas bien concretas. Y se responde de manera bien precisa.
De manera que todos tengan al alcance, de modo sintético y concreto, los contenidos más básicos de la fe.
De modo resumido y preciso, el Romano Pontífice explica la finalidad del Compendio del Catecismo (fue uno de sus primeros actos magisteriales, cumpliendo un encargo de Juan Pablo II que él mismo había realizado):

El Compendio, que ahora presento a la Iglesia Universal, es una síntesis fiel y segura del Catecismo de la Iglesia Católica. Contiene, de modo conciso, todos los elementos esenciales y fundamentales de la fe de la Iglesia, de manera tal que constituye, como deseaba mi Predecesor, una especie de vademécum, a través del cual las personas, creyentes o no, pueden abarcar con una sola mirada de conjunto el panorama completo de la fe católica.

Benedicto XVI, MOTU PROPRIO para la aprobación y publicación del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (28.6.05)

Existen otros Catecismos más breves, que exponen de modo sintético los principales misterios que el cristiano cree, reza, vive y de los que se alimenta. Al estudio de estos Catecismos en la preparación de la Primera Comunión y de la Confirmación es a lo que se refiere este escrito.

El sentido y el valor de la memoria


¿Por qué la memoria? Porque es fundamental en el proceso del conocimiento humano.
¿Para qué sirve la memoria? Para “almacenar” vivencias, conocimientos, personas... Acordarse de algo es hacer uso de ese “depósito” (base de datos) que llevamos con nosotros. Estudiar –en el fondo- supone registrar datos, hechos, ideas... Y hablamos de estudiar de memoria cuando lo “grabamos” textualmente en nuestra mente.

Ignorancia, ideas confusas, vagas, conocimiento preciso
Aprender es un proceso que lleva a conocer algo.
Una cosa es tener una idea vaga de algo y otra conocerlo con propiedad. No hablamos de ser un experto, pero sí de saber con precisión, de manera básica, de qué se trata.
A veces manejamos palabras de las que tenemos una idea vaga, pero no sabemos en realidad a qué se refieren exactamente, qué significan, qué alcance tienen. Pero si nos pidieran que las explicáramos nos pondrían en un aprieto, porque no seríamos capaces de hacerlo. Algunos ejemplos: “calentamiento global”, “capa de ozono”, “evolución”, “energía atómica”. Son cosas que “suenan”, de las que se tiene una idea super general… a veces, tan confusa que no es verdadera.

Saber y entender. Saberlo con precisión. Con las palabras justas.

Si preguntaras ¿qué es una heladera?, cabrían respuestas a distintos niveles, unas más precisas que otras. “Una cosa que sirve para enfriar” (también podría ser el radiador de un auto o un aire acondicionado). “Una especie de armario donde hace frío”. “Una máquina para almacenar artículos que necesitan conservarse fríos”.¿Qué es un ser humano? “Una cosa con pelo arriba y con patas” Bueno, sí..., pero sería mucho mejor decir que un “animal racional”. Es bastante más claro y preciso.
En los colegios los chicos suelen preguntar: “¿puedo decirlo con mis palabras?” (quieren decir que lo que no saben con palabras textuales, lo pueden expresar con otras diferentes). Habría que responderles: por supuesto que sí, siempre y cuando respondan a la realidad. Si tus palabras significaran algo distinto... no servirían para explicarlo porque no explicarían nada...
Las ciencias utilizan términos técnicos, que son bien precisos. Por ejemplo en Matemáticas: numerador (no es “la parte de arriba” que podría ser el techo...), denominador, integral, polígono... Cada una de estas palabras designa algo muy concreto y su uso facilita el entendimiento, evita confusiones y largas explicaciones.
En el ámbito de la fe sucede lo mismo. Usamos términos técnicos que tienen un significado bien preciso. Algunos ejemplos son las palabras naturaleza, persona, sacramentos, crisma, transubstanciación, presencia real, infalibilidad, etc.
Para pensar y hablar con propiedad de las realidades cristianas necesitamos de estas palabras. Y para poder usarlas, primero tenemos que aprenderlas.

Cuando lo que se trata de aprender son misterios de fe (a los que no tenemos acceso por los sentidos), la precisión de los términos y de las definiciones es esencial.

Los cristianos necesitamos conocer bien nuestra fe para poder vivirla. Entender qué creemos, qué sentido tienen las cosas que rezamos, hacemos, practicamos, etc. De otro modo nuestra vida religiosa sería un ritualismo carente de contenido.
No nos alcanza una idea vaga de quién es Jesucristo, qué son los sacramentos, el cielo o el purgatorio. Las ideas vagas con facilidad se distorsionan, porque les falta precisión. Por el mismo hecho de ser genéricas, en cuanto se trata de concretarlas, si no se hace con cuidado, se puede acabar en afirmaciones que no son verdaderas.
Para eso es necesario perfilar, delinear, definir con precisión las distintas realidades.
Los dogmas, por ejemplo, hacen eso: definen un misterio de fe: lo expresan en palabras precisas y concisas. Unas palabras diferentes no facilitarían el entendimiento sino que por el contrario lo oscurecerían. Palabras deficientes confunden.
No se trata de aprender fórmulas de memoria sin entender de qué se trata como si se tratara de palabras mágicas, sino de conocer las realidades sobrenaturales que definen. Los dogmas de fe son precisos, una pequeña diferencia de palabras con facilidad supondría un error (porque expresaría una realidad distinta). Así, no es lo mismo decir que la Santísima Trinidad es un solo Dios verdadero “en Tres Personas distintas”, que decir “con tres Personas distintas” (como si estuviera “formado” por la suma de tres personas). Y quien hiciera la señal de la cruz “en los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” sería panteísta (estaría adorando a tres dioses...).
Cuando se olvida lo que se sabe de memoria, permanece la idea del asunto
Pero si sólo se tenía una idea del asunto, olvidada esta, se olvidó todo

Saber o no saber, esa es la cuestión

A fin de cuentas la cuestión se reduce a la siguiente pregunta ¿sé de qué se trata o no lo sé? “Lo entiendo pero no sé explicarlo” significa que tengo una idea vaga del asunto, que “me suena” pero que no lo conozco. Llevando a niveles de caricatura la cuestión para ejemplificarla, podemos decir que la Eucaristía no es “una cosa que se come en Misa”, sino “un sacramento que contiene verdadera, real y sustancialmente, el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad” de Jesús. La Misa no es una reunión en la que rezamos, sino la “renovación incruenta del sacrificio del calvario”.
Para conocer los aspectos centrales de nuestra fe contamos con la ayuda de fórmulas breves y precisas de los Catecismos. Quienes los compusieron lo hicieron con el propósito de que se aprendieran de memoria; de ahí que para facilitarlo los hicieran breves y con cierta rima.
Si me preguntan qué es un sacramento, no necesito pensarlo: un “signo sensible y eficaz de la gracia instituido por nuestro Señor Jesucristo para santificarnos” (¡lo que aprendí para mi primera Comunión!). Después tendré que explicar qué significa esa definición, pero la idea fundamental está allí expresada.
Nos interesa mucho conocer las principales realidades de la fe. Y para saber qué es la Misa, qué son los Angeles, etc. no tengo que elaborar grandes y complicadas explicaciones, porque cuento con la fórmula sencilla, concreta y precisa que me enseña el Catecismo. Es fácil darse cuenta de que cuando no se sabe la definición del Catecismo, se hace mucho más difícil expresar esos misterios.
La memoria no lo es todo. Es un punto de partida. Terreno firme sobre el que edificar el conocimiento de la fe. No se trata de un aprendizaje mecanizado de palabras como en una grabación. Por supuesto que para que se pueda hablar de conocimiento habrá que entender –en la medida que lo permita el misterio- el sentido de las palabras.

Por sus frutos los conoceréis (Mt 7,16)

Por último, para verificar la necesidad de la memoria en el aprendizaje del Catecismo podemos recurrir a la experiencia reciente y considerar los amargos frutos que ha producido su abandono (de ambos, del Catecismo y de la memoria): la generalización de una catequesis que desprecia la memoria ha “conseguido” que sus supuestos beneficiarios acaben con una gran ignorancia de la doctrina católica. Es decir, sin memoria, el fruto ha sido la ignorancia religiosa.

Textos del Magisterio Pontificio sobre la memoria en el aprendizaje del Catecismo

Juan Pablo II en la Ex.Ap. Catechesis tradendae (16.10.1979), n. 55 (el título “memorización” pertenece al documento, los subrayados son nuestros):

Memorización
La última cuestión metodológica que conviene al menos subrayar -más de una vez se hizo alusión a ella en el Sínodo- es la memorización. Los comienzos de la catequesis cristiana, que coincidieron con una civilización eminentemente oral, recurrieron muy ampliamente a la memorización. Y la catequesis ha conocido una larga tradición de aprendizaje por la memoria de las principales verdades. Todos sabemos que este método puede presentar ciertos inconvenientes: no es el menor el de prestarse a una asimilación insuficiente, a veces casi nula, reduciéndose todo el saber a fórmulas que se repiten sin haber calado en ellas. Estos inconvenientes, unidos a las características diversas de nuestra civilización, han llevado aquí o allí a la supresión casi total -definitiva, por desgracia, según algunos- de la memorización en la catequesis. Y sin embargo, con ocasión de la IV Asamblea general del Sínodo, se han hecho oír voces muy autorizadas para reequilibrar con buen criterio la parte de la reflexión y de la espontaneidad, del diálogo y del silencio, de los trabajos escritos y de la memoria. Por otra parte, determinadas culturas tienen en gran aprecio la memorización. ¿Por qué, mientras en la enseñanza profana de ciertos países se elevan críticas cada vez más numerosas contra las lamentables consecuencias que se siguen del menosprecio de esa facultad humana que es la memoria, por qué no tratar de revalorizarla en la catequesis de manera inteligente y aún original, tanto más cuanto la celebración o "memoria" de los grandes acontecimientos de la historia de la salvación exige que se tenga un conocimiento preciso? Una cierta memorización de las palabras de Jesús, de pasajes bíblicos importantes, de los diez mandamientos, de fórmulas de profesión de fe, de textos litúrgicos, de algunas oraciones esenciales, de nociones-clave de la doctrina..., lejos de ser contraria a la dignidad de los jóvenes cristianos, o de constituir un obstáculo para el diálogo personal con el Señor, es una verdadera necesidad, como lo han recordado con vigor los Padres sinodales.
Hay que ser realistas. Estas flores, por así decir, de la fe y de la piedad no brotan en los espacios desérticos de una catequesis sin memoria. Lo esencial es que esos extos memorizados sean interiorizados y entendidos progresivamente en su profundidad, para que sean fuente de vida cristiana personal y comunitaria. La pluralidad de métodos en la catequesis contemporánea puede ser signo de vitalidad y de ingeniosidad. En todo caso, conviene que el método escogido se refiera en fin de cuentas a una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia: la fidelidad a Dios y la fidelidad al hombre, en una misma actitud de amor.

De la Introducción del Compendio (cuyas preguntas son bastante largas y no está pensado primariamente para su memorización: sino para ser la base para la elaboración de Catecismos más breves que se puedan estudiar):

Una segunda característica del Compendio es su forma dialogal, que recupera un antiguo género catequético basado en preguntas y respuestas. Se trata de volver a proponer un diálogo ideal entre el maestro y el discípulo, mediante una apremiante secuencia de preguntas, que implican al lector, invitándole a proseguir en el descubrimiento de aspectos siempre nuevos de la verdad de su fe.
Este género ayuda también a abreviar notablemente el texto, reduciéndolo a lo esencial, y favoreciendo de este modo la asimilación y eventual memorización de los contenidos.

Joseph Ratzinger, Introducción al Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (20.3.05), n. 4.

A modo de conclusión
Sólo quería resaltar la importancia de dos textos fundamentales para un católico.

Si me preguntaran cuáles son los tres libros más importantes para un católico, que no deberían faltar en ningún hogar y que todos deberíamos leer y releer con frecuencia, no necesitaría pensar la respuesta. El primero es absoluto: la Sagrada Escritura. Conteniendo la palabra de Dios, su importancia está fuera de duda y es al alimento básico de nuestras almas.

Respecto a los otros dos, diría que son el Catecismo de la Iglesia Católica y el Compendio del mismo.
Después del Concilio Vaticano II se hacía sentir la ausencia de un Catecismo Universal, que contuviera la misma fe de siempre, expresada de modo actual, de acuerdo a las necesidades modernas, y que recogiera las enseñanzas del Concilio. Es lo que los Obispos pidieron a Juan Pablo II en el Sínodo reunido con motivo de la
conmemoración del 20º aniversario de la Clausura del Vaticano II. Hacía casi quinientos años que no se publicaba un Catecismo universal (el anterior había sido hecho por S. Pío V en el siglo XVI). Así se redactó el Catecismo de la Iglesia Católica en 1992. La idea es que sirviera de base y guía para la elaboración de Catecismos regionales, nacionales, etc.
La gran utilidad y difusión del Catecismo hizo surgir la necesidad práctica de contar con un resumen del mismo. Entonces Juan Pablo II encargó a una Comisión presidida por el Card. Ratzinger su elaboración. Y fue él mismo, devenido Benedicto XVI, quien lo sancionó a los dos meses de ser elegido Papa, entregando a la
Iglesia esta síntesis de la fe. Por esto es tan recomendada su lectura para mantener fresca la memoria de la fe, cómo consulta y también como inspiración para la meditación de los principales misterios de nuestra fe.

Eduardo María Volpacchio
20.4.07

¿De dónde sale la religión?

El hombre es un ser inteligente, y por lo mismo, se plantea la explicación última de todas las cosas y el sentido de su vida.

En lo más profundo, se da cuenta de que él no es -ni puede ser- el máximo ser en perfección (¡no soy Dios!) y que él mismo no explica su existencia (mi propia existencia no puede explicarse a partir de mí mismo), ni su vida (lo que soy y cómo soy no se debe a mi decisión).
Experimenta también una fuerza irresistible hacia la felicidad, y comprueba que nada ni nadie la puede satisfacer en este mundo.

Todo esto lo hace un ser esencialmente religioso.

Busca alguien más grande, más pleno, más perfecto... y cuando lo encuentra lo reconoce como ser supremo: el único que puede darle la felicidad para la que se da cuenta ha sido creado, y que anhela con todo su ser. Y por eso mismo se abre al El.

Ahora bien, ¿es todo esto un mero invento destinado a saciar apetencias de grandeza y sueños de felicidad del hombre?

¿Es razonable ser creyente?

Comencemos planeándonos la alternativa de fondo: Dios o el azar, la lógica divina o la irracionalidad, la causalidad divina (una causa inteligente) o la casualidad arbitraria. Aquí radica todo.
Así lo explicaba Benedicto XVI en Ratisbona:

“Creemos en Dios. Esta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo: ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero cada vez que parecía que este intento había tenido éxito, inevitablemente resultaba evidente que las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran. En resumidas cuentas, quedan dos alternativas: ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Esta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional.
Los cristianos decimos: "Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra", creo en el Espíritu Creador. Creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. Nos alegra poder conocer a Dios. Y tratamos de hacer ver también a los demás la racionalidad de la fe, como san Pedro exhortaba explícitamente, en su primera carta (cf. 1 Pe 3, 15), a los cristianos de su tiempo, y también a nosotros.
Creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo subraya sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta: ¿en qué Dios? Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros”. (Homilía en Ratisbona, 12.9.06).
Encontrar a Dios supone encontrar el origen de sí mismo; y, por tanto, la razón de la propia existencia.

¿Qué es una religión?

Toda religión es un modo concreto de llegar a Dios: un camino de acceso a la divinidad, al Creador del universo (y de nosotros mismos).
Todas ellas implican una concepción de Dios y del mundo, a la que siguen unos modos de relacionarse con ambos, de rendir culto (ritos de adoración) y de vivir (un moral).

Básicamente en esto consisten todas las religiones: hinduismo, budismo, judaísmo, cristianismo, islamismo, etc.

En general, se podría decir que hay dos modos de plantearse la religión:

1. Ascendente: el hombre busca caminos hacia su Creador: se esfuerza por llegar, se “estira” para alcanzar a Dios: conocerlo, agradarlo, honrarlo.

2. Descendente: Dios que se dirige al hombre y se revela, lo salva y le muestra el camino de salvación.

En el primer modo el hombre sigue el impulso interior que lo lleva a buscar a su Creador y su plenitud. Es elogiable y muestra una excelente intención. Pero por este camino podrá llegar tan lejos como sea capaz... lo que siempre será poco. El ascenso humano hacia Dios es claramente insuficiente para alcanzar a Dios de modo pleno. Por muy valioso que sea -y lo es-, su resultado no puede no ser una religión humana; es decir, hecha por hombres. Con muchos elementos verdaderos, algunos inventos de la imaginación humana, y también los inevitables errores reflejo de las limitaciones del hombre.

Una religión a la “medida del hombre” es una religión solamente humana.

En cuanto a su origen, resulta evidente que la religión verdadera sólo puede venir de lo alto: “de arriba”, de Dios. No puede ser creación del hombre: sólo si viene de Dios será divina.

La religión verdadera necesariamente tiene que ser superior a nosotros: nos supera precisamente porque es divina. Dios es más grande que el hombre. Su ser y su verdad no pueden no superarnos. Lo que viene de El, supera nuestras capacidades. Los conceptos humanos son “chicos” para contener la verdad divina y las palabra humanas son incapaces de expresarla.
De manera que una religión que venga de Dios necesariamente deberá incluir elementos que no entiendo plenamente porque superan mi capacidad de entender: es lo que llamamos misterios. Su aceptación requiere de la fe.

Este es un punto de partida claro: se necesita fe: ¡por definición! Mis razonamientos se quedan cortos ante lo divino. Acepto lo que Dios revela, no en base a planteamientos humanos, sino por su origen divino. Es bueno que sea así: si la religión cupiera en nuestra razón... sería demasiado pequeña.
Por tanto, no soy árbitro, no decido: acepto una realidad que viene de lo alto y que existe independientemente de mí. Una realidad grandiosa, que lejos de humillarme, me engrandece.

Una religión que no viene de Dios es una producción humana. Esto es obvio. En cambio si viene de Dios, es divina. Una religión que no sea divina ¡no sirve!

La religión divina no es una imposición, es un regalo. El mayor don posible: la llave de acceso a Dios.
Veámoslo con un ejemplo: un maestro en su colegio podría limitarse a mirar el trabajo de sus alumnos, su empeño para aprender a sumar, a escribir, etc. Si no mediara una enseñanza previa, por más notables que fueran los esfuerzos de los chicos, estaría muy claro que no llegarían a conseguir resultados satisfactorios. Quizás algunos más inteligentes se aproximaran un poco a la verdad, pero siempre de modo insuficiente: necesitarían mucho tiempo y esfuerzo para llegar a los conocimientos que tiene su maestro, que a su vez los recibió de sus propios maestros.... Todos necesitan -necesitamos- una guía. Y confiar en la enseñanza del maestro (máximamente cuando el “Maestro” es Dios mismo).

De manera que podríamos concluir que la religión divina no se “construye” según opiniones humanas. No la hacemos los hombres. La religión viene de lo alto. Y sólo puede venir de lo alto. Todas las religiones humanas son un esfuerzo muy meritorio, pero no pueden llegar muy lejos.
La realidad no se “decide” por mayoría. Ni la intramundana ni la divina. Las cuestiones de religión tampoco dependen de estadísticas sociológicas. No son meras opiniones personales: hacen referencia a la realidad sobrenatural: el Creador, el sentido de lo creado, al proyecto divino para el mundo y el hombre, la realización personal, el acceso a Dios, la vida después de la muerte, etc.

Además no todas las opiniones valen lo mismo: las hay verdaderas y falsas, más y menos fundadas, razonables o insostenibles. No es lo mismo torturar que dar de comer al hambriento, por más convencido que esté quien tortura de que así le hace un bien a la humanidad.
El relativismo no tiene sentido. No cierra por ningún lado. De hecho, no es posible “funcionar” en clave relativista en ningún ámbito de la vida concreta: ni para alimentarse, trabajar, tratar los seres queridos, hacer inversiones, usar una computadora, salir de viaje...
La cultura moderna circunscribe el relativismo (“todo es lo mismo”, “no hay opciones mejores o peores”, “todas las religiones conducen a Dios”, etc.) sólo al campo de las cuestiones más importantes de la existencia: las que hacen al sentido de su vida, la religión y la moral. Es una opción realmente no racional, que carece de sentido. Sólo tendría sentido si Dios no existiera y la religión fuera un cuento para niños.

Pero existe un mundo superior a nosotros. Puede ser difícil buscarlo, pero renunciar a su búsqueda no es sensato.
En este terreno es obvio que necesitamos fe. Sin fe no se puede acceder a Dios. Sin fe no se puede reconocer la religión verdadera.
Por lo mismo, quien carece de fe, lejos de ser un privilegiado, tiene un problema muy serio: le falta lo que le permitiría el acceso a las verdades decisivas de su vida. Desconoce la verdad más profunda de sí mismo: de dónde viene, adonde va, cómo realizar su vida, qué sucede después de la muerte, etc. Lo qué más importa conocer, está fuera de su campo visual.
Tiene que buscar el sentido de su vida, de otro modo podría vivir “entretenido” con las cosas de la tierra, pero le faltará la clave de lectura de su existencia. Si busca con sinceridad, encontrará que Dios se hace el encontradizo y recibirá la fe: porque la da Dios, es un don que se recibe.

El cristianismo es una religión revelada. Dios nos transmite la verdad sobre sí mismo y su plan para nosotros; y, además, se comunica El mismo. Es cuestión de fe. La fe se tiene o no se tiene. Es como un tesoro escondido en un campo: se encontró o no se encontró.
En materias de fe no se puede convencer a nadie: cada uno tiene que encontrar a Dios personalmente.
No se puede obligar a creer: libremente se debe aceptar a Dios y su revelación.
Se puede rezar por quien no cree para que lo encuentre. Y ayudarlo a buscar.

Pero loco sería quien pretendiese imponer a Dios sus propios gustos y modas. Y, más todavía, quien se erigiera en juez de su Creador, exigiéndoles explicaciones sobre lo que hace o permite.
No, la religión no la hacemos nosotros, para nuestra fortuna viene de lo alto; y esto es lo mejor que nos podría haber sucedido.

Pero hay más...

La religión no sólo enseña un conjunto de verdades sobre Dios, nosotros y el mundo; sobretodo comunica una vida divina: eleva al hombre sobre sí mismo para introducirlo en el mundo divino. Y nos conduce a la vida eterna. Este es el punto más importante: a través de la religión, la vida divina viene a nosotros.

La religión -si es verdadera- no sólo brinda consuelo para esta vida sino que sobretodo nos conduce a la felicidad eterna: esta es su razón de ser.

De esta manera, la religión no empequeñece la vida, llenándola de prohibiciones, sino que amplía sus horizontes, engrandeciendo las posibilidades vitales. Llena la existencia y le abre caminos insospechados. Y sobretodo nos introduce en la felicidad divina.
Por su grandeza no puede no ser exigente. Y esto, es parte de su belleza.

Eduardo María Volpacchio

El problema de quien no cree

“Si el ser humano sólo confía en lo que ven sus ojos, en realidad está ciego porque limita su horizonte de manera que se le escapa precisamente lo esencial.
Porque tampoco tiene en cuenta su inteligencia. Las cosas realmente importantes no las ve con los ojos de los sentidos, y en esa medida aún no se apercibe bien de que es capaz de ver más allá de lo directamente perceptible.”

Joseph Ratzinger, Dios y el mundo, p. 16


Tener fe o no tener fe, esa es la cuestión

Hay personas con fe y personas sin fe. Personas que la tienen y viven como si no la tuvieran; y personas que no la tienen y quisieran tenerla.
Personas que nacen en el seno de una familia cristiana y son casi genéticamente cristianas. Personas a las que nunca nadie habló de Dios, no lo conocen y por falta de experiencia “divina” carecen de sensibilidad para las cosas espirituales. La fe no les dice nada, porque no pueden imaginar lo que es tenerla.
Personas que perdieron la fe que alguna vez tuvieron; se les quedó por el camino y no les interesa mucho por dónde. No les dice nada porque se aburrieron de lo que creían.
Personas ansiosas por encontrar un sentido a la rutina de sus vidas.

En estas breves páginas, quisiera explicar al creyente (que más allá de crisis coyunturales nunca ha experimentado lo que es vivir sin fe) el problema de quien carece de fe. Porque, digámoslo de entrada, aunque no sea conciente, quien no tiene fe tiene un problema muy serio.

¿Cuál es el problema de quien carece de fe?

Para comenzar, se pierde de conocer mucho de la realidad. Y, en concreto, lo más elevado.
Puede alcanzar sólo una visión muy superficial de la vida humana: lo que se ve, se oye, se come, engorda, enferma, etc. Pero el hombre es bastante más que una máquina que procesa comida, trabaja y se reproduce. Quien pierde el espíritu humano (lo más valioso del hombre) pierde mucho (y la relación con Dios es la expresión más alta del espíritu humano).

Pierde, además, la trascendencia y su vida queda así encerrada en la “cárcel” de la inmanencia de este mundo. Podrá disfrutar muchas cosas, divertirse, etc., pero su vida -considerada globalmente- se ha convertido en un camino hacia el cáncer y la tumba. Es duro, pero no cabe esperar otra cosa.

Pierde el sentido más profundo del amor, que sin espíritu queda reducido a mero placer.
Se le escapa el sentido más profundo de la vida (para qué vivo, dónde voy…). No sabe de donde viene ni adonde va.

No es capaz de alcanzar lo único que, en definitiva, realmente importa. No tiene una sola respuesta para los problemas cruciales de la existencia humana. Como reconocía un premio Nobel español, agnóstico, lleno de tristeza hacia el final de su vida: “no tengo una sola respuesta para las cosas que realmente me interesan. Soy un sabio muy especial. Un sabio que no sabe nada de lo que le importa”.

Quien dice que sólo creerá lo que toque y vea (“si no lo veo no lo creo”), en realidad no sabe lo que está diciendo. La realidad más profunda de las cosas no está a nivel superficial y, por tanto, está fuera del alcance de los sentidos. No se ve con los ojos, no se pesa en una balanza, ni siquiera se alcanza con un microscopio. Se “ve” con la inteligencia, pero más allá de donde llegan los sentidos. Y, la verdad más grande -cómo es la vida íntima de Dios-, supera incluso esta capacidad intelectual de “ver”: sólo se accede a ella por la fe.
De modo brillante y resumido se lo explica el zorro al Principito cuando le dice: “no se puede ver sino con el corazón. Lo esencial está oculto a los ojos” (Antoine de Saint-Exupery, El Principito, XXI).

El hombre sin fe nunca llega a entender
algunas de las cosas más importantes de su vida

Como por ejemplo:

La felicidad y las ansias de infinito
Las realidades espirituales
El sentido de la vida (para qué estamos acá)
Los anhelos más profundos de la persona
El fracaso
El dolor
La muerte (tanto en general, como la propia y la de los seres queridos)
Y sobretodo lo que viene después.


Quien se cierra en su no-creeencia tiene cerrado el acceso a Dios, a la redención, a la salvación.
Cerrado a la trascendencia, está cerrado a su desarrollo más pleno, y sobretodo a la felicidad perfecta.
En el ser humano hay unas ansias de infinito que no es posible reprimir: nada de este mundo lo satisface plenamente, porque las cosas de aquí le “quedan chicas”. Esas ansias de infinito serán saciadas después de esta vida. Por eso quien está cerrado a la trascendencia, está frustrado existencialmente, pues le resulta imposible concebir como posible la satisfacción de la tendencia más radical de su ser: su tendencia a la plenitud.

Sólo quien sabe quién es puede vivir con plenitud

En la Misa inaugural de su Pontificado Benedicto XVI recordó que “únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo” (Benedicto XVI, Homilía del 24.4.05).

El hombre sin fe, se pierde lo mejor de la vida (que no necesariamente es lo más divertido): Dios y la vida eterna quedan fuera del horizonte de su vida y de su alcance.

Algunos, con buen corazón, puede ocuparse de cosas muy nobles, como la ciencia o el arte; también contribuir al bien temporal de los demás. Todo esto es muy bueno. Pero, les falta algo, en realidad mucho: la apertura al infinito y la perfección, que da sentido y valor a lo que hacen. Para ellos, este bien, en cierta manera, se convierte en un camino hacia Dios.

Otros -quizá coherentemente con su visión materialista de vida (quien no cree en la trascendencia queda “encerrado” en la materia)- viven en la frivolidad (“comamos y bebamos que mañana moriremos”) pueden distraerse (dis-traerse: alejar la atención de lo importante), entretenerse (entre-tener: pasar ligeramente un rato entre dos cosas), divertirse (ocuparse jugando de cosas livianas), vivir en y para la pavada.
La sociedad actual (tecnológica) les ofrece todo tipo de medios para conseguirlo... y pueden distraerse, entretenerse y divertirse con bastante éxito... y de a ratos olvidarse de quienes son, pero no se realizan: pierden la vida.
Pueden pasar su existencia distraídos, entretenidos y divertidos (con la atención fuera de lo que lo conduciría a una vida realizada).
Incluso morir sin darse cuenta. Pero al final, se desvelará el misterio y se verá cómo han frustado su existencia llenándola de nada.

¿Es cómodo ser creyente?
Hay quienes repiten una frase gastada: “es duro ser no creyente”.
Como si la postura de los creyentes fuera más cómoda. Como si los no creyentes fueran más honrados al no creer al precio de su inseguridad (cosa realmente dolorosa).

Esta expresión tiene dos partes.
Ser creyente es mucho más seguro y, al mismo tiempo, exigente.
Es cierto que sin fe se carece de la seguridad del creyente. Y esto no puede no ser duro. Pero también puede resultar muy cómodo. No se puede conocer el interior de las personas. Hay quienes para estar cómodos “pagan” el precio de vivir en la oscuridad. No se comprometen con la verdad, no la buscan. Viven tranquilos en su ignorancia para no exponerse a tener que hacer aquellas cosas que les exijiría la fe si la encontraran… y por eso prefieren no buscarla.

No están condenados a no creer. Quienes son honestos consigo mismo no nunca abandonan la búsqueda de la verdad.

La curiosa pretensión del agnóstico Resulta realmente curioso el planteo del agnóstico: afirmar la imposibilidad de conocer lo que él no conoce...
¿No sería más razonable afirmar simplemente que él todavía no pudo conocer lo que no conoce? Hace una extrapolación que no es válida: pasar de un dato particular (su no-conocimiento personal de Dios) a la afirmación general de la imposibilidad del mismo. Pero que él no conozca no demuestra en lo más mínimo que sea imposible conocer.
La fe es el tesoro escondido en un campo.
No haberlo encontrado todavía no alcanza para negar su existencia. Sólo prueba que debo seguir buscando. En cambio, parece bastante irrefutable el hecho de que muchas personas cuerdas (no están locas) han vendido todo lo que tenían para comprar ese campo...

La fe y las apuestas
Quien no cree arriesga demasiado.
La fe no es cuestión de probabilidades, tampoco de cálculos de intereses y conveniencias, pero hace ya mucho tiempo, una mente matemática como la de Pascal planteó las siguientes alternativas:

Si creo en Dios y Dios existe, lo he ganado todo.
Si creo en Dios y Dios no
existe, no pierdo nada.
Si no creo en Dios y Dios existe, lo pierdo todo.
Si no creo en Dios y Dios no existe, no gano nada.

Pero no es cuestión de apuestas. La fe no es una apuesta, aunque por cálculo de probabilidades tenga más chances de ganar.

No cree el que quiere sino el que puede La fe es un don que Dios no niega a nadie. Es un misterio de la gracia y la libertad humana.

Impresiona ver a Jesús dar gracias al Padre celestial porque se ha mostrado a los humildes y ha ocultado a los que se tienen a sí mismos por sabios y prudentes (cfr. Mt 11,25). Dios se esconde y se muestra. Sólo los humildes son capaces de ver.

La verdad no se impone: cada uno debe recorrer el camino que conduce a ella. Un camino muy personal. Buscar la verdad y ponerse en condiciones de poder encontrar a Dios.

No se trata de conseguir entender a Dios, sino de encontrarlo.
Y cuando se lo encuentra, entonces, se entiende y sobretodo se lo ama.

Ser capaz de escuchar a Dios y ser capaz de hablar a Dios
¿Cómo se llega a encontrar a Dios, a escucharlo y hablarle?
“¿Hay que aprender a hablar con Dios?”
Uno puede ser -o volverse- sordo para las cosas de Dios. “El órgano de Dios, explica el Card. Ratzinger, puede atrofiarse hasta el punto de que las palabras de la fe se tornen completamente carentes de sentido”.
“Y quien no tiene oído tampoco puede hablar, porque sordera y mudez van unidas”. Entonces habrá que aprender -hacerse capaz- a comunicarse con Dios. “Poco a poco se aprende a leer la escritura cifrada de Dios, a hablar su lenguaje y a enteder a Dios, aunque nunca del todo. Poco a poco uno mismo podrá rezar y hablar con Dios, al principio de manera infantil -en cierto modo siempres seremos niños-, pero después cada vez mejor, con sus propias palabras” (Joseph Ratzinger, Dios y el mundo, p. 16).

¿Cómo?
No hay fórmulas mágicas, hay recorridos.
En primer lugar, con la apertura a la trascendencia: quien descartara de entrada la posibilidad de lo sobrenatural, cerraría la puerta a la verdad. Estaría rechazando apriorísticamente la existencia de algo que no es irracional. Y con esta actitud obviamente, difícilmente encontrará aquello cuya existencia rechaza voluntariamente. Pero no es que la verdad se le oculte, sencillamente la niega.

Después con todo lo que favorece la actividad del espíritu: arte, poesía, música, etc. Las expresiones del espíritu humano.
Con el realismo filosófico.
Con la lectura de vidas ejemplares (los santos), y en particular con el recorrido de los grandes conversos de la historia.
Con la lectura de la Sagrada Escritura: Dios habla en ella.
Con la oración. Incluso aunque parezca que no sirve para nada: Dios escucha aunque yo no sea consciente de su presencia.

Un secreto

Georges Chevrot nos explica que “Dios se hace amar antes que hacerse comprender” (El pozo de Sicar, Ed. Rialp, p. 291). En efecto, a Dios lo conocemos más a través del amor que de la inteligencia. Juan entendió más a Jesús no porque fuera más inteligente sino porque amó más y, por tanto, tuvo más intimidad con El. Quien no lo entiende, debería comenzar a tratar de amarlo y lo acabará entendiendo. El camino inverso no es de éxito seguro: con facilidad se enreda por la soberbia, y para encontrar la fe, la humildad es requisito fundamental.
Y a quien lo entiende –aquel a quien el cristianismo le “cierra” perfectamente– todavía le queda camino por recorrer, para llegar a amarlo con todo el corazón.

Buscarlo, intentar dirigirse a El, incluso antes de creer en El.
La fe es un acto de conocimiento, pero también supone el ejercicio de la voluntad: hay que querer creer. Es difícil que alguien queriendo no creer llegue a creer. Dios no fuerza nuestra libertad. Son muy raros los encuentros inesperados como los de San Pablo o André Frossard (en su libro “Dios existe, yo me lo encontré” cuenta su historia personal).
Pero la fe, es sobretodo un encuentro. No se alcanza por razonamientos intelectuales, sino que la inteligencia se rinde cuando se encuentra delante de Dios. En concreto, un encuentro personal con Cristo (de quien los cristianos afirmamos que vive y por eso es “encontrable”).

Un riesgo frecuente
No pocas personas caen en la tentación de crearse una fe a su medida, según su propio gusto. Pero esto sería un auto-engaño notable.
La verdad tiene que venir de afuera. En el caso de Dios, sólo puede provenir de El. Por mi cuenta puedo llegar a conocer algunas cosas de Dios, pero lo más importante es lo que El revela, que es inaccesible a nuestra inteligencia.

La grandeza de la fe
Permite ir más allá de las apariencias, más allá de este mundo. Descubrir las realidades más profundas, el verdadero sentido de las cosas, el sentido de la vida. Y penetrando en el misterio, encontrarse con Dios.

Los cristianos deberíamos tener una sano complejo de superioridad... que en realidad no es un complejo propiamente dicho. Es simplemente el gozo de vivir una realidad superior. Saberse llamados a algo muy grande, a la vida eterna.

La fe da respuesta a los interrogantes más importantes de la persona.
Los más vitales, acuciantes, agudos. Los que el hombre no puede dejar de plantearse. Los que modelarán su vida según la respuesta que les dé.

Quien carece de fe no los resuelve, sencillamente necesita negarse a planteárselos porque sabe que no puede encontrar respuesta para ellos.

Las cuestiones de fe requieren fe. Esto es obvio. Para creer hay que tenerla. Quien no la tiene no puede “ver”.
Pero también es cierto que muchas cosas no “cierran” sin fe (la existencia del mal, la vida después de la muerte, el sentido del dolor, y un largo etc.) y las cosas de la fe “cierran” (no son fábulas descolgadas): llegan a explicar el mundo de un modo totalmente coherente.

La fe no es demostrable, pero creer es razonable.
Mucho más razonable que no creer.

27.11.06

¿Para qué me sirve ser cristiano?

Es frecuente que en momentos de cansancio, frustración o desconsuelo cruce por la cabeza una pregunta punzante: “Pero entonces, ¿para qué me sirve ser cristiano?”
Se puede plantear con tonos muy distintos: rebelde, desafiante, desanimado o dolorido. Puede ser una mera queja, una búsqueda de respuesta, un planteo de fondo o la declaración enojada de que no sirve para nada…
De tono en que se haga y de la respuesta que se le dé, dependerá en muchos casos, qué tipo de cristiano se sea –santo, tibio o frío– o que se deje de serlo del todo…

Desde una perspectiva quizá utilitarista y desafiante, equivale a la pregunta sobre el sentido de ser cristiano.
Hay otras preguntas equivalentes. Por ejemplo: ¿para qué me sirve creer en Dios (o amarlo, o rezar…)? ¿qué gano con ir a Misa (o si me confieso, casarme por la Iglesia…)? Y un largo etcétera de otras similares a las que queremos analizar y responder en este artículo.
Preguntas planteadas en términos del interés, conveniencia o beneficios que me produciría ser o vivir como cristiano. Y que justificaría el serlo, de manera que sería cristiano precisamente para conseguir esas ventajas. Y tendría que dejar de serlo si se demostrara que “no funciona” porque no reporta los beneficios que cabría esperar de él.
Una pregunta importante, que va a la raíz de la propia identidad cristiana: ¿para qué soy cristiano? ¿Qué espero del cristianismo? ¿Qué me ofrece?

Una primera respuesta rápida:
Cara a esta vida, y en clave materialista, posiblemente ser cristiano sirva de poco.
Nosotros esperamos otra cosa mucho más grande: la felicidad perfecta en la vida eterna.

Ser cristiano, en principio, no nos proporciona más salud, ni más dinero, ni mejor carácter, ni se nos garantiza el éxito profesional o deportivo o familiar…
Obviamente vivir como Dios nos pide –precisamente porque responde a las exigencias de la naturaleza humana– nos hará mucho bien. Pero no radica en esos bienes la razón del ser cristiano.

El asunto del fin último
Quien busca, por encima de todo, como objetivo de su vida, cuestiones que ocurrirán antes de su muerte (ser valorados, triunfar profesionalmente, ganar plata, pasarla bien, disfrutar de bienestar… o cualquier otra cosa del estilo) posiblemente encontrará en el cristianismo un peso; y fácilmente lo considerará como un obstáculo para sus objetivos (porque nos “saca” tiempo, exige ser generosos, honestos, sinceros…).

Pero los cristianos (si hemos entendido bien qué es el cristianismo) no somos cristianos con expectativas solamente terrenales; es decir, para conseguir beneficios materiales o simplemente temporales.
Con San Pablo estamos convencidos que “si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor 14,19). Es decir, que seríamos muy tontos si fuéramos cristianos primariamente con la esperanza de ventajas para aquí abajo.

Promesa de vida eterna.
Las cosas claras de entrada. Cristo no es un Mesías temporal: promete la vida eterna.
Esta es la razón que impidió a los fariseos reconocerlo y aceptarlo. A los Apóstoles les costó mucho desprenderse de esta visión temporalista del Reino. En su amor a Jesús se mezclaban las mejores intenciones con ambiciones terrenales imbuidas de egoísmo (¡esas discusiones sobre quién sería el mayor cuando por fin se instaurara el Reino!).
El cristianismo es una gran promesa: pero no una promesa chiquitita sino una promesa divina: de plenitud, de gloria, de unión con Dios, de divinización en la participación de la misma vida divina. Una promesa que trasciende absolutamente esta vida.
Jesús lo repite una y otra vez en el Evangelio: “la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,40);
“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54); “Quien cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3,36).

El camino no es fácil: la senda es estrecha, la puerta angosta; hay que llevar la cruz no de vez en cuando, sino cada día. Requiere entrega, es exigente… pero al final nos espera la gloria. Y estamos convencidos de que vale la pena. Bien experimentado lo tenía San Pablo –quien sufrió mucho en su vida–: “considero que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8,18).

El Reino que Jesús predica es el Reino de los cielos. El mismo día de su muerte Jesús tiene que aclararle a Pilato que su reino no es de este mundo (cfr. Jn 18, 36).

Aquí no hay engaño: no son ventajas temporales lo que se nos ofrece.
El cristiano no busca de Dios primariamente bienes temporales, de los que –para empezar–hay que estar desprendidos para seguir a Cristo.
Esto resulta patente cuando los judíos admirados y felices por haber comido gracias al milagro de la multiplicación de los panes lo buscan para hacerlo rey (con un rey así ¡qué vida maravillosa nos podemos dar!), Jesús desaparece y corrige su entusiasmo: “trabajad no por el alimento que perece, sino por el que dura hasta la vida eterna” (Jn 6,27).
El mismo Jesús que cura algunos enfermos, nos dice “no temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Lo corporal no es el principal asunto.
Los bienes temporales no deberían ocupar el primer sitio en nuestras peticiones e intereses. Y cuando los pedimos y buscamos, lo hacemos siempre subordinados a los bienes espirituales y eternos.

La eternidad llena de contenido esta vida
La vida del cristiano aquí en la tierra está tejida de sucesos temporales y eternos. Nuestra vida transcurre en el tiempo, pero lo trasciende: se “mete” en la eternidad.
La esperanza de la vida eterna no pone la mirada en un futuro lejano, sino que impregna la vida cotidiana. No es una huida de los problemas de esta vida, refugiándose en un posible mundo futuro, en el que se encuentra un relativo consuelo. No lleva a despreocuparse de las cosas de la tierra, sino que nos ocupemos de ellas por un motivo más elevado.
Nos impulsa a la conquista de ese Reino que no es de este mundo, precisamente en las vicisitudes de aquí abajo.

De manera que la vida terrenal necesita la referencia a la eterna. Sin ella se quedaría vacía. Y la vida eterna se consigue con el compromiso en esta vida.

El Card. Ratzinger explicaba a un grupo de universitarios en España: “Si perdemos completamente de vista lo eterno, entonces también lo intramundano pierde su valor, porque se agota en ese breve período en el que vivimos. Por tanto, también desde un punto de vista humano es necesario abrirse a la eternidad y abrirse a Dios. Ahora bien, si a partir de ahí se descuida lo terreno, entonces se ha entendido de forma equivocada a Dios y a la eternidad, porque precisamente la fe en Dios y la fe en la eternidad lleva a reforzar la responsabilidad por lo terreno, porque en cada momento de mi vida yo voy creando eternidad y si descuido ese devenir terreno, ese hacer eternidad en lo temporal, entro en una contradicción conmigo mismo. Me parece que eso es lo que tenemos que aprender: que sin la eternidad no se puede vivir porque el tiempo se queda vacío, pero que sólo si ese saber de la eternidad llega a llenar plenamente este tiempo, entonces eso adquiere sentido”[1].

Es un ida y vuelta de referencias.

Hemos sido creados para amar, para alcanzar una plenitud a la que se llega por la entrega de sí. Y en nuestra existencia se verifica la paradoja de que quien busca egoístamente su felicidad no la encontrará nunca.

¿Un cristianismo materialista?
Un cristianismo materialista –en el que se recurre a la religión sólo en busca de beneficios temporales, incluyendo una vaga esperanza futura– no se sostiene.

José P. Manglano recoge un brillante diálogo de Guitton, que aquí sintetizo:
- Richelieu sufría muchos dolores de cabeza y rezaba a Dios que lo librara de ellos.
- Supongamos, por un instante, que sólo rezara por ello. ¿Qué idea tendría de Dios?
- Supongo que la de una aspirina celestial.
- Invente la aspirina y Richelieu dejará de rezar. Seguirá creyendo en Dios, pero el suyo será un Dios ocioso, un Dios que está pero que no tiene ningún papel en nuestra vida.[2]

Este es el problema. Es lícito, muy bueno, conveniente y necesario acudir a Dios para la solución de nuestros problemas terrenales –¡es nuestro Padre!–, pero si sólo acudimos con intereses temporales… antes o después nuestra fe se encontrará en aprietos. Porque es ¡un planteo egoísta y materialista!

Cuando fallan las expectativas…

En nuestros días no es raro encontrar personas que se siente defraudadas por Dios y por el cristianismo.
Quienes primariamente esperara beneficios temporales de la religión, es posible que termine desencantado con Cristo.
En efecto, correríamos este peligro si viéramos la vida religiosa en términos de una contraprestación con Dios: yo cumplo su voluntad, hago lo que El quiere, voy a Misa, etc. A cambio, El escucha mis oraciones, me protege del mal, me evita males temporales, hace algún milagrito de vez en cuando para sacarme de apuros, etc. Cuando la vida transcurre sin sobresaltos, todo va bien. Pero un problema grave se presenta cuando Dios no “cumple” su parte (o mejor dicho la parte que a nuestro entender debería cumplir…) o cuando encuentro otra manera de resolver el problema.

En ese caso, uno podría acabar apartándose de Dios, víctima de la desilusión. Es posible que sienta que Dios le ha fallado, que no ha cumplido con su parte. Y entonces se sienta con derecho a abandonar la suya: dejan de rezar, de ir a Misa, de vivir como cristianos, o incluso abandonan su vocación.
Visitando enfermos en un hospital encontré una mujer que no practicaba la fe, aunque, como ella misma se ocupó de señalar enseguida, la había vivido intensamente con anterioridad. Le pregunté qué le había pasado. Su respuesta me dejó helado: “Dios me defraudó”. Y pasó a explicarme que ante una serie de problemas serios había rezado intensamente; y que a pesar de sus rezos no había pasado nada. Era como decirme: “¿qué quiere que haga? con un Dios así no voy a ningún lado. No me sirve”.

Es duro que una persona se sienta decepcionada por Dios. Almas que lo dejan porque sienten que Dios no estuvo a la altura de lo que se esperaba de El...

Son los que –frustrados por no conseguir lo que pedían– preguntan: “¿para qué sirve rezar?, si muchos no rezan y les va muy bien”. O “¿para qué portarse bien, qué te reporta?” Igual les sucede a quienes luchan espiritualmente con la perspectiva de que Dios les hará felices. Cuando sienten que Dios no está cumpliendo “su parte” del contrato implícito –porque sufren–, se desconciertan y un terremoto tira abajo su vida espiritual.

Para evitar equívocos habría que analizar bien qué esperamos de Dios. Porque podría darse que esperáramos cosas que Dios no ha prometido…
Pero en realidad Dios no ha fallado. Lo que fallaron fueron las expectativas. Esperaron mal. Secularizaron la virtud de la esperanza: la “metieron” dentro de esta vida y la “redujeron” a asuntos temporales (búsqueda de salud, un buen trabajo, dinero, aprobación de exámenes, éxito profesional, familiar, etc.). Estaban equivocados. Tuvieron la mirada puesta en Dios cara a bienes temporales (salud, trabajo, apuros económicos, etc.) que Dios nunca había prometido, y se olvidaron de los eternos (a los que quizás esas carencias hubieran contribuido). Y no llegaron a enterarse de cómo funciona la lógica de Dios -única verdadera lógica-.

Las falsas expectativas conducen al desencanto y a la desilusión.

Por eso en realidad se trata de decepciones humanas.

Entonces, ¿para qué me sirve rezar?
Rezar siempre sirve. Principalmente para unirnos con Dios (principal fin de la oración). Cuando pido algo no trato de “cambiar” la voluntad de Dios, de convencerlo de que me haga caso, de que tengo razón… Le pido algo porque estoy convencido de que Dios quiere que le pida eso (¡es mi Padre!). Lo pido porque es bueno, me alegrará la vida, me ayudará a servirlo mejor, se lo puedo ofrecer…: en dos palabras, entra en sus planes de santidad. Y, al mismo tiempo, como sé que Dios me ama con locura y no se equivoca, estaré contento cuando juzgue –precisamente porque me escucha y me quiere– que lo mejor para mí es no contar con lo que pido.
Alguno argumentará que para creer esto hace falta fe. Por supuesto que sí.
Con Dios todo es cuestión de fe: de creer y confiar en su inteligencia, bondad y omnipotencia.
Dios escucha siempre. También cuando no entiendo, cuando no puedo escucharlo, cuando me duele, incluso cuando me enojo. La fe incluye confianza: y esto le da sentido al dolor, enseña a santificar la cruz.
Dios ama siempre, también cuando no me da lo que le pido. Dios no se equivoca nunca, tampoco cuando parece que “piensa” distinto que yo o no lo entiendo.
Obviamente uno de los temas claves de nuestra vida es descubrir el sentido de la cruz. Tiene sentido, vale mucho. Debemos tratar de buscarlo y encontrarlo.

Si queremos saber qué es lo mejor, busquemos en el Evangelio y encontraremos qué quiso para sí mismo y para las personas que más amó.

Dios no falla. No puede fallar: si es Dios, lo es de verdad.

Rezo porque amo a Dios. Porque sé que me ama y quiere lo mejor para mí.
Rezo confiado en su voluntad y en su amor. Sé que no me falla, tampoco cuando me toca sufrir, tampoco cuando no me concede lo que le pido: porque entonces me concede algo mucho más valioso cara a la vida eterna.
Rezo para unirme a El: lo busco porque quiero estar con El, encontrar su ayuda, su consuelo, se amor, su paz, su ayuda para ser mejor hijo suyo. Para ser capaz de darle lo mejor de mí mismo: es lo que me reclama el amor.

¿Un cristianismo egoísta?
El error del asunto está al comienzo, en la raíz en el planteo.
¿Qué es el cristianismo? Una cuestión de amor.
¿Y para qué sirve amar? Amar es lo más importante en la vida, de lo que dependerá la felicidad y plenitud de la propia vida. Pero, desde la pregunta “¿para qué me sirve amar? ¿qué gano si amo?” nunca conseguiremos amar de verdad.
Hemos de estar atentos porque no se puede amar con un planteo egoísta (y no hay nadie exento de la tentación del egoísmo). No se puede amar buscando primariamente qué me aporta ese amor.

Amar a Dios sobre todas las cosas. Ese es el fin. Pero si me planteo “¿para qué me sirve Dios? ¿para qué quiero amarlo?” estamos comenzando mal el recorrido de la fe y del amor. Estamos poniendo a Dios en función de nuestros intereses. Pero Dios no es un sirviente de lujo. Y es imposible crecer en el amor recorriendo el camino de la búsqueda del propio beneficio egoistón.


Conclusión
No te hagas esta pregunta porque no tiene sentido. Y cuando se te cruce por la cabeza, respondele con generosidad, rechazando los planteos mezquinos que supone.
Al mismo tiempo debés saber que ser cristiano sirve “demasiado” (¡es lo único necesario!).

De hecho Dios y la vida eterna existen
El cristianismo no es una apuesta al futuro, como la de quien jugara a la lotería a ver si el número le sale. No es un jugarse a ver qué pasa…
Hay algunos “pequeños” detalles a tener en cuenta: Dios existe, nos vamos a morir, nos encontraremos con El, que en su presencia sacaremos cuentas de cómo hemos usado la vida que nos ha dado…

Vivir como si Dios no existiera es fatal… sencillamente porque es una suposición demasiado falsa: no hay ninguna posibilidad de que no exista.
Vivir como si no fuéramos a morirnos nunca… es muy ridículo… sencillamente porque lo único que está claro en nuestra vida es que vamos a morirnos.

¿Entonces, para qué sirve ser cristiano?
Hemos sido creados para amar. El cristianismo realiza el fin de la creación del hombre: nos conduce a la plenitud para la que existimos y en la que alcanzaremos la felicidad perfecta. Ahora bien, eso no ocurrirá en esta vida: la felicidad perfecta consiste en la posesión de Dios, cosa que sucederá en la vida eterna.
Pero esto no significa que cara la vida presente no sirva para nada, y que estemos “condenados” a aguantarnos una vida cruel consolándonos en lo bien que lo pasaremos después de la muerte.
La vida eterna comienza a realizarse en germen desde ahora. Esa vida eterna ya se vive aquí. La gracia es una participación de la vida divina. No se siente, no se mide en términos económicos, de salud, etc. Tampoco en éxitos profesionales. Pero es más real que lo que tocamos. Y se mide en términos de amor y de talentos.

El cristianismo da sentido a la vida, le da valor y la “llena” de contenido. Hace que las cuestiones intramundanas no sean intrascendentes, sino que se abran a la eternidad.
Permite vivir esta vida abiertos a la plenitud, trascendiéndola.

Sin el cristianismo esta vida es muy pobre. Demasiado. Está encerrada en la inmanencia, en las coordenadas espacio-temporales. La vida sin perspectiva de eternidad es una película que acaba mal. ¿Cómo se presenta el futuro personal? Desde una perspectiva de culto al cuerpo, bastante mal: con el paso de los años, cada vez con menos fuerzas, más enfermos, más limitados… hasta la muerte. Las perspectivas “materiales” no son las mejores.
Pero las perspectivas sobrenaturales son inmejorables, y cada vez son mejores: más cerca de obtener la vida por la que anhelamos, cada vez más maduros, más sabios, más enamorados, más llenos de obras de servicio y amor.

La virtud de la esperanza sobrenatural es más necesaria de lo que muchos imaginan. Nos abre horizontes de plenitud y amor. Llena esta vida de contenido ya ahora, y nos conduce a la que vale la pena, aquella para la que estamos hechos, donde se harán realidad las aspiraciones más profundas del corazón humano.
Pero esperanza sobrenatural, completa. Es mucho más que una vaga aspiración o deseo: es la certeza de que Dios nos dará lo que nos promete: una vida eternamente feliz, con El, en la gloria.

Pero ser cristiano sólo cara a esta vida resultaría una estafa cruel. La peor de las estafas: quitarle lo más valioso, su sentido más profundo, la razón por la que Dios se hizo hombre, murió, resucitó y ascendió al cielo por nosotros.

En definitiva ser cristiano sirve para:
Descubrir el sentido de nuestra vida (¡para qué vivimos!)
Vivir como Dios quiere y así realizar el sentido de nuestra existencia
Hacer posible una vida plena en el terreno humano
Disfrutar de la amistad con Dios y vivir en intimidad con El
Recorrer el camino la vida eterna y ser santos
Llenar de valor sobrenatural a esta vida terrenal
Alimentar nuestra vida con la Palabra de Dios
Fortalecer nuestra vida con la gracia de los sacramentos
Conseguir el perdón de nuestros pecados
Divinizar nuestra vida comiendo el cuerpo de Dios hecho hombre
Que el Espíritu Santo habite en nosotros como en un templo y santifique nuestra vida.
Vivir de amor a Dios
Unirnos a Dios y vivir en comunión con El
Además, que su exigencia “saque” lo mejor de nosotros
Abrirnos horizontes de vida eterna
Dar sentido al dolor y a la muerte
Tener la ayuda de la gracia divina
Que nos sostenga con la ayuda de los demás

Y sobretodo sirve para hacernos infinitamente felices en la vida eterna.


[1] Joseph Ratzinger, Coloquio en el Colegio Mayor Belagua (Pamplona), Nuestro Tiempo, IV-98, p. 54.
[2] Cfr. J.P. Manglano, Vivir con sentido, Ed. Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 198.